Eres en soledad.
Te preguntas cómo es
que has llegado a ser en el espacio vacío.
Pero pronto
ahuyentas las preguntas.
Te sitúas en el
centro del lugar. Es una habitación en penumbras. Ahora te sientas
en el piso de madera y cruzas las piernas. Es la posición ancestral
de los nativos norteamericanos alrededor del fuego.
Eso te distrae un
poco de tu intención de meditar. Porque piensas en lo extraño de la
frase “nativos norteamericanos”, en sus implicancias, en la forma
en la que está construida, “nativos”, nacer, naturaleza, natura,
“americanos”, Américo, América, conquistados, vapuleados,
forzados a salir de sus propias tierras por los ingleses, por
los franceses, por los holandeses, por los puritanos, los peregrinos,
luego por los otros norteamericanos, los que no eran “nativos”.
Viene a tu cabeza la imagen de un indio con su pechera de
huesos, su piel atravesada por adornos, su camisa de cuero de nutria,
una pipa larga y humeante en su boca, y muchos hombres a su alrededor
escuchando su relato acerca de la cacería de búfalos.
No puedes distraerte.
Vuelve a ahuyentar lo
indeseable.
Coloca una de las
rodillas apuntando al norte y otra al sur. Si quieres meditar a favor
del ciclo solar debes ponerte de frente al astro. Si es de mañana,
mirarás hacia el este. Si es de tarde, hacia el oeste.
Recién amanece.
Ahora tus manos.
La izquierda sobre la
rodilla, con la palma hacia arriba puesto que con ella te conectarás
con todo lo que viene desde lo alto. Los espíritus que circundan el
mundo siempre están arriba y es con ellos que quieres aliarte en
esta meditación. No sabes a quiénes pertenecen esos espíritus y si
en realidad son solo eso o podrían ser algo aun más magnífico y
grande. Tal vez allá arriba esté Dios. Y si está, sería bueno que
Él mismo acudiera a la palma de tu mano. Sentirás que por ella baja
algo cálido. Es energía. No lo duces: la energía existe. No solo
esa de la que has aprendido en los tratados de Física. También
existe la otra, la de los tratados religiosos, metafísicos,
espirituales. La que proviene de las ideas. De los sentimientos. Una
energía que nadie puede demostrar de forma física pero que tú
puedes sentir en tu mano, a través de tus nervios, como algo suave y
cálido.
La derecha.
La derecha va con la
palma hacia abajo. Es la que conecta con la tierra, con lo inferior,
las tareas que debe realizar el hombre para obtener el sustento, el
suelo que debe labrar, el que debe cosechar, el que debe transitar en
el curso de la existencia efímera que los dioses le han ofrecido y
que tácitamente ha aceptado. Es la mano que baja, que se hunde, que
golpea, que se cierra en un puño potente dispuesto a derribar. Es la
mano del trabajo con el que fue castigado por culpa del pecado.
Sientes cómo la
energía de lo alto baja a tu cuerpo a través de la izquierda,
penetra en tí, fluye y te recorre hasta llegar a la derecha y
desplegarse hacia la tierra.
Cierra tus ojos.
Hazlo suavemente. No
como lo estás haciendo ahora, como si tuvieras rabia por alguna
injusticia. Suavemente. Que los párpados descansen junto con los
músculos faciales que hay a su alrededor.
Empieza a aflojar tu
cuerpo de manera que la gravedad del planeta pueda hacer su trabajo
sin resistencia. Pero la espalda deberás conservarla tensa, alineada
perpendicularmente con el suelo, como una estaca clavada desde el
zenit. Pronto descubrirás que no se requiere esfuerzo para lograrlo.
Respira profundo.
Diez veces.
Con lentitud. Es
necesario que la respiración pase por la conciencia. Que sepas que
estás repirando. Es curioso, pero la mayoría de nuestras
respiraciones, un enorme porcentaje de ellas, se nos pasan
desapercibidas. No las notamos. No les conferimos rango ni categoría.
No les damos importancia. Debes proponerte que estas diez no sufran
el desdén con el que tratamos a las anteriores y con el que
trataremos a las siguientes.
Uno.
Dos. Tres. Cuatro.
Cinco. Seis. Siete.
Ocho. Nueve.
Diez.
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