domingo, 7 de febrero de 2016

PRIMERA MEDITACIÓN DIGRESIVA


Eres en soledad. 
Te preguntas cómo es que has llegado a ser en el espacio vacío. 
Pero pronto ahuyentas las preguntas.
Te sitúas en el centro del lugar. Es una habitación en penumbras. Ahora te sientas en el piso de madera y cruzas las piernas. Es la posición ancestral de los nativos norteamericanos alrededor del fuego.
Eso te distrae un poco de tu intención de meditar. Porque piensas en lo extraño de la frase “nativos norteamericanos”, en sus implicancias, en la forma en la que está construida, “nativos”, nacer, naturaleza, natura, “americanos”, Américo, América, conquistados, vapuleados, forzados a salir de sus propias tierras por los ingleses, por los franceses, por los holandeses, por los puritanos, los peregrinos, luego por los otros norteamericanos, los que no eran “nativos”. Viene a tu cabeza la imagen de un indio con su pechera de huesos, su piel atravesada por adornos, su camisa de cuero de nutria, una pipa larga y humeante en su boca, y muchos hombres a su alrededor escuchando su relato acerca de la cacería de búfalos.
No puedes distraerte.
Vuelve a ahuyentar lo indeseable.
Coloca una de las rodillas apuntando al norte y otra al sur. Si quieres meditar a favor del ciclo solar debes ponerte de frente al astro. Si es de mañana, mirarás hacia el este. Si es de tarde, hacia el oeste.
Recién amanece.
Ahora tus manos.
La izquierda sobre la rodilla, con la palma hacia arriba puesto que con ella te conectarás con todo lo que viene desde lo alto. Los espíritus que circundan el mundo siempre están arriba y es con ellos que quieres aliarte en esta meditación. No sabes a quiénes pertenecen esos espíritus y si en realidad son solo eso o podrían ser algo aun más magnífico y grande. Tal vez allá arriba esté Dios. Y si está, sería bueno que Él mismo acudiera a la palma de tu mano. Sentirás que por ella baja algo cálido. Es energía. No lo duces: la energía existe. No solo esa de la que has aprendido en los tratados de Física. También existe la otra, la de los tratados religiosos, metafísicos, espirituales. La que proviene de las ideas. De los sentimientos. Una energía que nadie puede demostrar de forma física pero que tú puedes sentir en tu mano, a través de tus nervios, como algo suave y cálido.
La derecha.
La derecha va con la palma hacia abajo. Es la que conecta con la tierra, con lo inferior, las tareas que debe realizar el hombre para obtener el sustento, el suelo que debe labrar, el que debe cosechar, el que debe transitar en el curso de la existencia efímera que los dioses le han ofrecido y que tácitamente ha aceptado. Es la mano que baja, que se hunde, que golpea, que se cierra en un puño potente dispuesto a derribar. Es la mano del trabajo con el que fue castigado por culpa del pecado.
Sientes cómo la energía de lo alto baja a tu cuerpo a través de la izquierda, penetra en tí, fluye y te recorre hasta llegar a la derecha y desplegarse hacia la tierra.
Cierra tus ojos.
Hazlo suavemente. No como lo estás haciendo ahora, como si tuvieras rabia por alguna injusticia. Suavemente. Que los párpados descansen junto con los músculos faciales que hay a su alrededor.
Empieza a aflojar tu cuerpo de manera que la gravedad del planeta pueda hacer su trabajo sin resistencia. Pero la espalda deberás conservarla tensa, alineada perpendicularmente con el suelo, como una estaca clavada desde el zenit. Pronto descubrirás que no se requiere esfuerzo para lograrlo.
Respira profundo.
Diez veces.
Con lentitud. Es necesario que la respiración pase por la conciencia. Que sepas que estás repirando. Es curioso, pero la mayoría de nuestras respiraciones, un enorme porcentaje de ellas, se nos pasan desapercibidas. No las notamos. No les conferimos rango ni categoría. No les damos importancia. Debes proponerte que estas diez no sufran el desdén con el que tratamos a las anteriores y con el que trataremos a las siguientes.
Uno.
Dos. Tres. Cuatro.
Cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve.
Diez.

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