Cruza las piernas.
Cierra los ojos.
Respira con
conciencia. Diez veces.
Continúas con los
ojos cerrados pero ahora comienzan a dibujarse en tu mente algunas
imágenes. Aparecen algunos colores: tonos de marrón y verde que
provienen desde lejos, neblinosos. Luego se concentran en un punto
con intensidad y se expanden en formas más reconocibles.
Hay un monte de
árboles altos. Sus ramas son finas, como las del sauce, y caen por
el peso de las hojas, suavemente mecidas por el viento de la tarde.
Un arroyo corre a los
pies de los árboles y más adentro, ya en el bosque, un grupo de
hombres escucha a uno que se ha parado frente a todos.
Te han hablado de él
muchas veces. Ahora lo tienes frente a tí. Puedes ver su rostro que
se ha quedado inmóvil. Ahora él también permanece silencioso y si
observas bien verás que la escena se ha detenido y nadie ni nada se
mueve. Las ramas de los árboles se han aquietado. Una hoja que había
empezado a caer ha quedado suspendida en el aire.
Lentamente tu
conciencia se desvanece y otra surge de la nada del pensamiento.
Ahora sabes quién eres.
El Hijo de Dios.
A tu frente, muy
cerca, yacen los pobres y enfermos que han traído para que los
cures. Para que les hables de las maravillas que existen en un lugar
que no es aquí ni ahora y que tal vez ni siquiera sea un lugar.
Ellos esperan sanar con tus palabras y tú sabes, y ellos saben, que
una sola podría bastar.
Detrás de los
enfermos caminan tus compañeros de viaje. Hoy son unos veinte. Te
han seguido desde hace meses. Son pescadores, carpinteros, incluso
cobradores de impuestos. Prostitutas viejas que se han salvado de la
lapidación. Gente rústica esperando entender por qué han nacido.
Por qué están contigo. Quieren una luz al final del camino. Salir
de la brutalidad, de la miseria, del caos. Están sudorosos y sucios.
En sus manos hay tierra, y estiércol en sus pies. Sus talones están
cuarteados de tanto caminar. Sus ropas han dejado de ser ropas y se
han vuelto harapos. Puedes confiar en la mayoría de ellos.
Atrás de todo, a lo
lejos, están los Dueños de Dios. El Sanedrín los ha enviado para
que te escuchen. Pero no logran acercarse. Se horrorizan porque hoy
has hablado con varias prostitutas y has tocado a varios enfermos.
Dios no puede querer tal hazaña para un hijo suyo, piensan.
De pronto uno de los
harapientos que te acompaña es llamado por uno de ellos. Se apresura
a atender el llamado. Si quisieras podrías silenciar el mundo entero
y escuchar su conversación. Hablan de monedas, de pecado, de vicio,
de Dios, de sacerdotes.
Un niño que arrastra
sus piernas se cuelga de tu túnica y tus ojos lo miran con alegría.
En su mirada puedes ver un hombre, un padre, un escriba, un
publicano, un pecador. Lo perdonas por lo que será y sanas lo que
es. Su madre llora a tus pies y de pronto el niño se mueve. Camina
hacia el monte, se trepa a un árbol, cae y se levanta alegre, feliz.
Sus piernas tienen fuerza. Lo perdonas porque pronto olvidará el
milagro y exigirá del mundo cosas. Esas cosas de las que él se
considera digno. Honor. Respeto. Orgullo. Olvidará el milagro y se
sentirá desgraciado.
Lo perdonas.
Eres en soledad.
En soledad te
levantas del lugar y acallas la multitud con la palma de tu mano
extendida hacia ellos. Les hablarás de las cosas que ocurren en el
mundo. Deberás inventar un cuento en el que suceda lo bueno y lo
malo. Tendrás que hablarles en el lenguaje que ellos puedan
entender.
Ahora aquel discípulo
tuyo que te sigue desde hace tanto tiempo se separa de los hombres
con los que hablaba. Esconde algo en su túnica.
Sabes que te
traicionará. En cualquiera de estas noches se acercará y te tratará
con afecto. Te preguntará qué opinas de los que traicionan a sus
benefactores.
Lo perdonas.
Lentamente la
conciencia del Hijo de Dios te abandona.
Eres tú de nuevo.
Pero un tú distinto.
Respira diez veces y
abre los ojos.
Tal vez ahora puedas
perdonarte.
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